Dos nuevos casos. 156 personas contagiadas en todo el país. Al menos oficialmente. Fui por víveres. Tuve suerte. Ocurre que cuando vas temprano hasta el automercado encuentras muy poca gente. Debo sentar que lo encontré menos abastecido que el sábado anterior a este fin de semana. De los vinos quedan los más caros, y una marca de ron que desconocía, que además tenía al precio del licor de whisky más económico. Ni pensé en reabastecerme. Todo cuanto llevo lo invierto en comida. Apenas una cerveza me he bebido en cautiverio. Y no es por falta. También guardo unas dos o tres botellas de otros licores más nobles. Tengo miedo de que el primer trago me quiebre y rompa el optimismo, que hasta ahora podría competir en las Olimpíadas. Ya no en éstas. Ya no serán este año, como lo han anunciado. Hay un libro de Walter Mosley (autor de El demonio vestido de azul) llamado Betty la Negra, en el que escribe -y ojalá pronto pueda hacerme de la cita exacta- que el whisky es ese amigo que viene a tu casa cuando nadie quiere (¿o era no puede?) hacerlo. Por lo que si yo fuese presidente de la OMS, declararía ahora mismo al whisky la bebida oficial del aislamiento involuntario. Quién necesita de un abrazo si llega un trago en vaso corto y con hielo a tocar con el codo el timbre. Exagero un poco, sí. Es mi negocio. No habrá quien haga entrega, por lo que tampoco espero la medalla que dan por esperar el fin del mundo estando sobrio.
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