lunes, abril 20

Día 36 (Lunes 20 de abril)

Hoy llovió por primera vez en mucho tiempo. Fueron tres días de amague y lloviznas en la periferia de la ciudad, finalmente se consumó copiosamente y con ventisca. Tanto que obligó a cerrar las ventanas. Las mismas que de día lucen francas dejando pasar algo de brisa para espantar el calor, y de noche son herméticas frente a la calima. Es raro que hablemos por estos lares de verano, otoño, invierno y primavera. Aunque hay quien se atreve a colarlo en algún texto que a la luz de las estaciones, hay que decirlo, cobra cierto rango de belleza universal, de majestad quirúrgica. Hay quienes preferimos conformarnos con lo aprendido en la escuela: período seco y período lluvioso. Desde mi casa materna no se divisaba el Ávila, por lo que la duración de un aguacero suponía siempre una adivinanza. Bastaba armarse de optimismo y de un paraguas, para salir hasta la avenida y descubrir entonces si se daría por vencida o no la lluvia. Junto a la ventana de la que fue mi habitación, colindaba un galpón inmenso cuyo techo era de zinc. Una lámina junto a otra como las teclas de un piano. Así, las noches de lluvia traían un rumor, que tarde o temprano confundía con esas últimas imágenes previas a mi sueño. Me pasa todavía que al llegar esas escenas oníricas soy capaz de decirme a mi mismo ya estoy dormido. Siempre he querido atrapar esos segundos, narrarlos, hacer una peliculita con ellos y compartirla. Pero entiendo que forman parte de esa preciosidad que guarda lo intangible. El misterio que ocupa lo que no podemos entender. Junto a la lluvia de la tarde llegó el parte oficial y unas dos docenas de nuevos contagios. Sin muertos. También un corte de luz que me sorprendió en mitad de una película y en la cama. Y esos quince minutos que duró el apagón, los aproveché para concentrarme en mi respiración. Disfruté el inicio del período lluvioso. Fue como si escuchara el sonido de aquel techo que fue el soundtrack de mis primeros insomnios. 

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