No cumplí con aquello de asomarme a las cifras de contagios más allá de nuestras fronteras. Me ocuparon dos asignaciones sin paga que, además de adelantarlas con gusto, seguirán cimentando mi fama de puntilloso. Cualquiera que se arriesgue y me confíe un texto, debe estar claro en que se somete a mi obsesiva lucha, no siempre victoriosa, contra el lugar común y las expresiones sobrantes. Por ahí y nunca consiga el estilo sublime que aspiro desde que abracé la idea de ganarme la vida escribiendo. De lo que no tengo dudas es de que no se me recordará, si acaso existe la memoria, como quien no se preocupó por el lenguaje y sus infinitas posibilidades. Quiero no sólo poder expresarme de manera universal, sino que además procuró formas eficientes y, con algo de suerte, inéditas. Hoy finalmente volví a atravesar Caracas. Pude constatar que hay dos ciudades ahora mismo. De este lado, las colas por combustible obligan a concentraciones en largas filas, mientras que en el sur-oeste campea el viandante. Vi personas con leña al hombro y bolsas semivacías. También quien, como salido de una fábula de Khalil Gibran -de mis lecturas adolescentes- vi llevaba una talla en madera de un santo milagroso, incapaz de ayudarlo con la urgente necesidad de venderlo, y convertirlo en comida. Juro que vi a alguien llevar una piñata, y a otro con una torta sobre el tanque de la moto. Conduje sin prisas acatando desvíos y rebasado casi siempre por otros conductores con más urgencia. Mi próxima cita con la ciudad debería ser en unos quince días, cuando comience mayo. No me animo aún a pasarme la noche en la larga fila que supone poner gasolina. Me agota la idea de sólo pensarlo. Seré más claro: abrazo la posibilidad de un milagro. Me pregunto ahora si debí hacerme de la talla de madera. A esta hora ambos tendríamos lo que esperábanos. Yo, una tabla a la que aferrarme, y aquel hombre un plato en su mesa.
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