Hace cuatro años, justo a las seis y veinte de la tarde, habiendo concluido una conversación pública junto a Fedosy Santaella y Samuel González-Seijas, moderada por Xariel Sarabia, y bajo el pomposo título Ciudad y literatura, caminaba por la Plaza Altamira junto a Carlos Sandoval. Era el Festival de la lectura y la plaza estaba llena de visitantes. De la nada, unos nubarrones que ya venían advirtiendo el diluvio, se hicieron acompañar por un viento con ínfulas de huracán y, no más arrancó a llover, un poste de iluminación se vino abajo. Estuve en el suelo casi treinta minutos, con una raja en la cabeza que ameritó cincuenta y seis puntos. Permanecen aún en twitter fotografías que reporteros frustrados, con el único merito de tener un móvil con cámara y saldo, me hicieron para mostrarme de largo a largo y reposando en un charco de sangre que la lluvia se encargaba de lavar y llevar hasta un desagüe cercano. Virginia Riquelme, Ángel Alayón y Carlos, me cuentan que apenas estuve unos treinta segundos inconsciente. Y desde mi tarde boca abajo recuerdo conmovido las voces de los tres contestándome una y otra vez dónde estoy, qué me pasó, como un herido de guerra. Como si una bomba recién estallara al lado mío. Albe Pérez, quien junto a Virginia viajó en la ambulancia que me llevó a la clínica, tres años más tarde me contó que arreglaba vía móvil mi ingreso, cuando la enfermera le pidió que lo soltara y la ayudara poniendo la mano en el cenit de mi cabeza para que, según ella, no se me salieran los sesos. Típico del lenguaje de las emergencias. Cinco días después salí de alta. Casi tres meses después, de mi casa. Fue un ensayo para esta cuarentena, me he repetido hoy, aunque el tema me revolotea siempre, pero en este abril y bajo estas circunstancias me ha arrinconado. Hubo una noche en la que estando en la clínica, con la cabeza hecha un balón de baloncesto, y el cuello adolorido, en la que vi en la tv alemana Los lobos de Chernóbyl. Manadas tan salvajes como radioactivas, únicas en habitar el terreno desde 1986. Desde entonces forman parte de mis imágenes recurrentes. Un lobo entra a la habitación de la Clínica El Ávila y se cuela con él un olor a mandarinas. Mide con un opaco termómetro mi temperatura. La apunta en un expediente que toma de la mesa y que antes no estuvo allí. No verbaliza nada, aunque su mirada, de un azul profundo, profundísimo, me advierte que en tres días podré irme. Caminando, remata también con la mirada. Luego se marcha como vino y deja, eso sí, la puerta apenas abierta, por donde una haz de luz se cuela hasta dar justo con el pie de mi cama que parece una nave espacial accidentada en la Tierra. Y allí acaba la imagen.
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