Afuera, las mismas guacamayas que nos despertaron recuerdan a esta hora que el día se va. No me cuento entre quienes necesite oírlas para enterarme del impasible paso del tiempo. Llevo días con el silencio necesario para llevar incluso la cuenta de los latidos de mi corazón. Setenta casos de contagios es la cifra oficial. 27 más que ayer, en una foto que nos cuesta reconocernos. Documenté el Ávila hace un rato, y no tardé en recibir el suspiro de Claudia, una amiga y diseñadora venezolana acostumbrada a recibir mis comentarios cada que documenta para sus seguidores la ciudad de Nueva York, donde no sé hace cuánto vive. Y esto último no importa pues se mueve como pez en el agua, entre estaciones del subterráneo, avenidas e imperturbables rascacielos, que fotografía y sube a sus historias de Instagram. Apenas vio el cerro, me ha escrito El Ávila ni se entera. qué suerte y cuánta envidia. Y apresurado, en mi onda más cursi, le he replicado con Qué tristeza tan sin fronteras. Lo que me ha llevado seriamente a pensar en que, ahora más que nunca, todo cuanto escriba por estos días estará sujeto a una futura y menos emocional revisión. No hace falta decir que no salimos de casa. Aunque, en un lance suicida, llamamos al club y pedimos pizza al delivery, para terminar desinfectando cada lonja de pepperoni y trozo de champiñón.
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