Para el insomne siempre es de día. Era natural que sin mayor esfuerzo físico durante el sábado, la madrugada del domingo me la pasara compartiendo en Twitter pasajes de mis lecturas; apuntes ajenos que lanzados a esas horas, sirven como un involuntario gesto de solidaridad y fe de vida -al menos de este lado del Atlántico- para mis seguidores también mal despiertos a esas horas tan silenciosas. El caso es que retomé el sueño justo antes de que amaneciera, y no fue hasta las diez de la mañana cuando volví a abrir los ojos. Y el día se me fue sin el más mínimo esfuerzo intelectual, pensando, eso sí, en qué apuntar a estas horas en las que se va el domingo, y cumplimos siete días de la cuarentena. Ayer Daniel volvió al piano, y tal fue mi entusiasmo que rescaté un moderno teclado que estaba muy bien guardado para que lo pusiera en su habitación. Ahora no sólo juega al Play, conectado en todos los husos horarios, incluso con su hermano, sino que a ratos ensaya melodías que algún canal de YouTube le ayuda a completar. Volviendo a la razón de este claustro, hoy no hubo cifras oficiales de nuevos contagios, y en redes se mantiene congelada la cifra de ayer dieron. Anoche las mismas ballenas que en 2014 y 2017 sirvieron para contener a los manifestantes, pasaron en caravana por la avenida que alcanzo a ver desde mi ventana. Iban escoltadas por otras patrullas y envueltas en un vapor sin olor, dejando la vía con ese brillo que deja una lluvia no muy seria. Desinfectaban, he leído en algún lado. Esta tarde anunciaron medidas económicas que aún no proceso, tan raras para mi como que el dólar pierda valor justo ahora. Todos los días son iguales pero distintos. Mañana será lunes, pero también será domingo.
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