A tiene miedo de salir. No hoy. Le aterra la idea de que levanten la cuarentena y se haya acostumbrado de tal modo a estar en casa, que ya nunca más vaya a sentirse cómoda fuera. B le insiste en que esas son ideas que el encierro permite que echen raíces en su cabeza. Pero A, que ya una vez pasó por esto de no salir de casa en la adolescencia, adoptó esta idea, y la lleva como si fuese un gancho para sujetarse el cabello. B cambia de conversación cada vez que A insiste en poner el tema entre los dos, como una nube estacionada entre dos montañas. Hoy, por ejemplo, A llegó al tema usando como subterfugio las vacaciones. Que también están en veremos. Sí que vas a divertirte, le ha dicho. Y B, sin perder tiempo, aunque con ese lapso elegante que se da para todas las cosas, comenzó a hablarle del humo que tupía el cielo a esa hora de la tarde. Y aunque A sintió que B evitaba el tema, no es sino hasta esta hora de la noche, cuando el humo se concentra afuera como si fuese un puño que tocara las ventanas, cuando cae en cuenta de esa estrategia. Pero ya es muy tarde y B duerme plácido, soñándose solo durante las vacaciones.
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