Mi caligrafía es horrenda. También mi firma. Si existieran los trasplantes de letra, sería el primero en practicármelo. Así no hayan garantías de que el resultado sea el esperado. Si la ortografía nos viste, la caligrafía nos desnuda. Supongo que la responsabilidad la tiene el abuso del teclado. Recuerdo haber leído sobre la importancia del ritmo asociado a la letra manuscrita. De ser cierto, mi letra debería ser más agradable. No bailo nada mal. Ahora imagino la hoja en banco como una pista de baile y me agrada la imagen. Pongámoslo así: el lápiz saca a bailar a la libreta Moleskine y la huella de su paso es una letra elegante, esbelta, grande y legible. Tal y como la pretende Mario Levrero, cuando reseña en su diario titulado El discurso vacío, la historia de un escritor que inicia un cuaderno con ejercicios para mejorar su caligrafía, con el convencimiento de que mejorará también su carácter. Y lo que pretende ser un mero ejercicio físico, se irá llenando -de manera involuntaria- de reflexiones y anécdotas sobre el vivir, la convivencia, la escritura y el sentido o no sentido de la existencia. Lo terrible se produce cuando me toca traducirme a mí mismo, y tener que tomar como base algunas palabras que funcionan como pista. De cualquier manera me gusta ese otro texto que resulta de adivinar. En algún lado escribí a mano la cifra oficial de nuevos contagios. Si la encuentro y logro entender mi caligrafía, dejaré su constancia por aquí. Mañana.
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