Ocho nuevos. Cuatrocientos veintidos casos desde que vivimos en confinamiento. La cifra de fallecidos sigue congelada en el número diez.
Caminé una hora en el estacionamiento mientras escuchaba un cuento de Guadalupe Nettel, El encuentro. En la voz de Verónica Murguía, el relato da cuenta de la mañana de un hombre -no muy bien de salud- que en ausencia de su mujer despierta con otra en la cama. Con miedo a despertarla y lograr que se dé vuelta para ver su rostro, opta por levantarse e irse a pensar a la cocina. Se regala allí varias conjeturas. Todas asociadas a malestares que le aquejaban días atrás, y que esa mañana -raramente- brillan por su ausencia. Un bienestar que contradice los exámenes que se ha hecho, pero que sin más atribuye al cóctel de medicamentos que ha ingerido al pie de la letra. Seguro fue una broma de mis compañeros de la oficina, piensa. Tal vez en un delirio salí y la convencí de que me acompañara. Será cuestión de ofrecerle disculpas, ponerla al tanto de mi condición y que se vaya. Y si es una broma de mi mujer. O si esto es como debe arrancar una novela policial, y al darle vuelta resulta que mi acompañante ya no respira. Pero no la despierta. Finalmente se entrega a ella en un abrazo. Y nunca llegamos a saber si es correspondido. Si era producto de la imaginación, o la autora quiso contarnos que así opera la muerte. Primero se vaga confundido. Luego, la parca se viste de deseo, de sueño en vigilia, de pregunta sin respuesta. Todo para que nos duela menos irnos.
No cumplí con lo que me propuse en un apunte del fin de semana. Eso de levantarme muy de madrugada será imposible si me sigo yendo a la cama más allá de la medianoche. Si quiero cambiar mi rutina de confinamiento, voy a tener que intentar alguna otra cosa. Los apuntes de hoy se me fueron en un cuento ajeno. Alguien me está escribiendo mientras escribo. Soy su personaje cautivo.
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