Mi santo compadre Rodnei Casares muestra -desde su confinamiento- una fotografía en la que lleva una toalla puesta en la cara, a la altura de los ojos para ser más preciso. Me duelen, escribe. La compu, el cell y el Play me tienen jodido. No tengo edad para jugar al Play, remata. Hace unos días comentaba que leía un original. Si antes lo hacía con la atención de un librero, lo imagino ahora que vive de lo que publica en su pequeña editorial. Me gusta imaginarlo jugando y que la partida lo distrae. Aunque de cuando en cuando ocupe su mirada en que vigilar que siga allí el manuscrito. Un editor con un original en sus manos es también un player que desbloquea niveles. Rogando que no decaiga. Que el autor no se pierda en el laberinto de sus propias palabras, cuando le fue bien en la arrancada. Justo ayer leía en una entrevista a Patricio Pron quien, en el ejercicio de su bien ganado comisariato literario, aseguraba que muy pocos libros de cuentos se sostienen más allá de esas cuarenta páginas. Pero aún más. Un editor quiere ganar todas las partidas, que es decir, salir caminando de cada página que lee. Incluso corriendo. Pero no con el ímpetud de quien huye. Saberse a sí mismo disparado por el entusiasmo de enterar al mundo que la literatura no ha muerto. Que goza de buena saud. Que tiene un prueba. Si el original no sobrevive, habrá que preguntarse cuando estará en manos de otro editor hambriento, que sólo se conforme con eso que va de regular a bueno. Cuántas vidas le quedan a ese posible libro.
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